La palabra hada proviene del latín fatum que significa: hado, destino. Otros entendidos dicen que viene del término faery (hada, ser feérico) o del gaélico Sidhe (Shee) que quiere decir gente de las colinas, lugares estos donde se dice que habitan en árboles antiguos, fortalezas y túmulos pero en una dimensión distinta a la nuestra, un mundo paralelo en un nivel energético diferente al humano, el denominado mundo feérico.
La mayoría de la gente las asocia a los dibujos animados de la infancia donde el hada madrina le cambia la vida a cenicienta en una noche. De hecho, ese fue mi personaje favorito de esa historia desde temprana edad. Sin embargo, a estos maravillosos seres feéricos se le atribuyen bondades que van más allá de un cuento de hadas: Discernimiento, guía y pequeños milagros de último momento.
La conexión con la naturaleza a través de las flores de un jardín o del tupido follaje de un árbol robusto en medio del bosque han sido por años los lugares de avistamiento de estos pequeños seres de luz. En medio del revolotear de una nube de mariposas en una colina o de la selva nublada al caer la tarde, sí abrimos nuestro corazón con el amor genuino de un niño, es posible que las hadas se muestren semejantes a luciérnagas de mayor tamaño, encendidas cuan faro de luz en medio de la noche o a través de un aroma dulce que empalague el ambiente.
Aunque han sido catalogadas como seres fantásticos, hay quienes opinan como Brian Froud, autor de su oráculo: “Las hadas no son una fantasía, sino una conexión con la realidad…nos enseñan a fluir y la posibilidad de cambiar. Ellas muestran que hay claridad y comprensión, el hecho de que todo está interconectado y todos somos parte uno de otros”.